21 marzo, 2006

NOTIFICACION ENTRADAS EN ESTE BLOG

Mis saludos a todos los que visitais estas memorias. Si quereis recibir una notificación via email de que hay nuevas entradas en este blog, hacédmelo saber, bien directamente como un comentario a este mensaje o bien mandándome un email a mi dirección personal. Gracias, PD. Por cierto, he conseguido eliminar el mensaje del mamonazo que usaba estas páginas para anunciar contenidos porno. Ojalá no sea necesario restringir el acceso, sería una pena.

La vida en el Colegio

Poco a poco nos íbamos dando cuenta de cómo estaba estructurada nuestra vida en el centro. Los 5000 internos estábamos distribuidos en 24 colegios, cada uno con 200 alumnos. Cada colegio disponía de 25 habitaciones de 8 personas, el llamado Módulo 8, que era el centro de la organización de los internos. Así, cada 5 habitaciones formaban un grupo de 40 alumnos que tenía como base un aula. Como nosotros estábamos en la habitación 12, formábamos parte del aula 3 del colegio.
(...) Las habitaciones estaban distribuidas para albergar al mayor número de personas en el mínimo espacio; podían recibir el calificativo de camarotes, con la ventana rectangular al fondo a modo de ojo de buey. Con todo, incluso estando ocupadas por 8 niños a la vez, permitían la libertad y fluidez de movimientos. No recuerdo que nos estorbásemos mutuamente. Las taquillas eran de metal gris azulado y tenían dos puertas independientes que chirriaban al abrirlas. La parte superior estaba dividida en tres estantes, mientras que la parte inferior se destinaba a los zapatos y a la ropa sucia, por eso tenía una rejilla de ventilación. Entre la parte superior y la inferior, podías extraer un asiento (que no tenía nada de deslizante) hecho de lamas de madera, pero apenas se usaba. Ya teníamos las camas para sentarnos.
(...) Como no teníamos mucho más que nosotros mismos para afrontar aquel cambio tan grande, comenzamos a integrarnos lo más rápidamente posible, constituyéndonos en pequeños grupos refugio (normalmente en torno a la propia habitación), en los que nos sentíamos seguros y protegidos frente al gigante en el que nos encontrábamos, tanto físicamente por la grandiosidad del complejo, como por el sentimiento interno que producía la separación de la familia y de los amigos del pueblo. Y empezamos a intercambiar historias sobre nuestros lugares de origen, nuestras familias, nuestros pueblos, etc.
(...) Cuando se habla de colegio se entiende que se está hablando de clases de aula pero eso no era así en nuestro lenguaje de Cheste. Para nosotros el colegio era el lugar donde vivíamos, no donde teníamos las clases. Y en el colegio estaba el Dire y los demás educadores (para nosotros siempre llamados los tutores) que no nos daban Matemáticas, Lengua ni nada por el estilo, sino que velaban porque la convivencia entre los miembros de cada habitación fuese correcta, vigilaban nuestros hábitos al acostarnos y levantarnos, nuestras actividades, etc. No sabíamos, y tampoco nos planteamos qué hacía este personal cuando asistíamos a clase.
Ellos estaban en torno a nosotros cuando convivíamos en las habitaciones, dormían a nuestro lado en las habitaciones que tenían en el vestíbulo de los dormitorios, nos echaban un vistazo en nuestros momentos de diversión en la sala de TV, de lecturas, etc. Los tutores del colegio pasaron a ser como nuestros nuevos padres, mientras que los profesores propiamente dichos, los que impartían las diferentes asignaturas, eran unas personas más lejanas, que vivían normalmente fuera de la UNI y por este motivo eran un tanto “outsiders”, ya que no estaban enterados de lo que se cocía en el internado.
(...) Aunque nuestro programa de actividades diario era muy intenso, con ocho horas de clases teóricas y prácticas, el día nos daba todavía bastante tiempo para la convivencia. Aquello era un gran baile: despertarse, arreglarse, bajar los seis pisos y caminata hasta los comedores. A continuación, subir a las residencias de nuevo (otra vez los seis pisos) para coger el material docente y bajar esta vez a los edificios de aulas. Más tarde, bajar de nuevo a los comedores, tras lo cual subir otra vez a las residencias en donde disfrutábamos de una hora de tiempo libre, hasta las 4 de la tarde. Luego, de nuevo las actividades docentes (cuando tocaba Educación Física vuelta a subir a las habitaciones a cambiarse, bajar a los gimnasios y luego volver a subir para ducharse). De nuevo al comedor para la cena y vuelta a subir a las residencias donde ya teníamos un par de horas libres al anochecer. Finalmente subida a las habitaciones en donde solíamos hablar, leer o andar de un lado para otro. Después de todo este ballet, especialmente movido en el caso de los cuatro colegios que ocupaban las sextas plantas, se puede entender fácilmente que nuestra actividad física al final del día era más que intensa, independientemente de que hubiésemos tenido clase de Educación Física o no.
(...)
Como la hora libre después de la comida no daba para mucho, las dos o tres horas de que disponíamos antes de dormir constituían el principal tiempo de ocio y lo empleábamos en nuestros juegos, ya fuese en la frecuentadísima mesa de ping-pong, en la sala de TV, en los juegos de mesa (los teníamos de todo tipo: ajedrez, damas, Monopoly, La Bolsa, etc.) o corriendo por el inmenso patio frente a las residencias. En los meses del invierno y con el fuerte viento de Levante que se levantaba, solíamos coger alguna plancha de metacrilato caída de alguna ventana rota que hubiese por allí y la usábamos para hacer una especie de surf sobre el hormigón abriendo nuestras zamarras al viento a modo de velas. Y entre el viento y lo pingajos que éramos, casi volábamos.
(...)
Por la noche, el tiempo en la habitación era muy especial. En la nuestra solíamos hablar mucho entre nosotros y contarnos historias de nuestra tierra, lo que nos resultaba muy grato e interesante. De esta manera, se fue formando poco a poco una hermandad entre nosotros.